El país|Lunes, 6 de Abril de 2009
Opinión
La ausencia de grises
Por Eduardo Aliverti
Alfonsín es una de las figuras más difíciles de totalizar, analíticamente, que haya dado la historia argentina. El periodista, éste, lo afirma en lo general y en lo personal. A cada paso en que se está a punto de defender su trayectoria, algo frena y dice “no, fue un transero que acabó siendo funcional a los intereses de la derecha”. Y a cada paso en que se queda al borde de decir eso, se dice “pero bueno, fue un tipo decente, con muchas limitaciones propias y ajenas, que hizo o supo hacer lo que pudo dentro de las fronteras de este sistema”.
Esa antítesis es, quizá, un correcto punto de partida para evaluar a Alfonsín. O sea: ubicar el lugar desde el que puede juzgárselo. Y hay dos lugares. Uno es el de lo que debió haber hecho visto con una perspectiva marcadamente ideológica, implacable, digamos que de izquierda en la acepción más global pero también más precisa de ese término respecto de su carácter humanístico, solidario, valiente, movilizador. El lugar, vamos, gracias al cual la izquierda es mejor que la derecha. Desde ahí, desde ese sitio legítimo, Alfonsín defeccionó. Se rindió o jugó mal, como se quiera. Pero, en cambio, si lo vemos desde una mirada igualmente válida en cuanto a honestidad intelectual, basada en que no fue ni podía ser más que lo dictaminado por su condición de político burgués, provinciano, alejado de todo contorno de líder revolucionario, puesto en circunstancias muy tironeantes, resulta que hizo más de lo que podía esperarse. Desde ese lugar y desde 1983, Alfonsín y Kirchner, por ponerlo en nombres concretos, representan lo más a la izquierda que comprobablemente se banca esta sociedad sin que eso quiera decir que uno haya sido, y el otro sea, de ese palo. Con la mirada uno, Alfonsín promovió las leyes contra la impunidad cuando, al margen de varas morales, el bando militar ya no tenía poder de imposición. Y por analogía, le regaló a Menem el Pacto de Olivos bajo una excusa de democracia amenazada que sólo existía en su cabeza. Con la mirada dos, en cambio y, también, sólo para ilustrar, se enfrentó a la Iglesia aunque el cuero que le sobró para impulsar la ley de Divorcio no le dio para derrotarla en el Congreso Pedagógico; y afrontó a los milicos con una apuesta a la que, bien o mal, no se le animó ningún país latinoamericano ni del mundo. ¿Una mirada neutraliza a la otra, o pueden valer las dos?
Hace casi veinte años, a pocas horas de haberle entregado el poder a la rata de manera anticipada como producto de la impericia de su partido, del hartazgo popular y del fenomenal “golpe de mercado” que le pegaron todas las fuerzas reaccionarias juntas, este periodista cerró su columna en este diario opinando que se despedía un gobierno considerablemente peor que lo imaginado por el más pesimista de sus críticos, cinco años y pico atrás; y bastante mejor que lo sugerido por ése, su triste final. Hoy, quien firma se copia a sí mismo respecto de aquel razonamiento porque, a su juicio, se contienen en él las parábolas de Alfonsín. Porque en ellas se simboliza mucho de la idiosincrasia y de los avatares de esta sociedad; de su clase media muy en particular; y de una forma más específica todavía en cuanto a cómo se construye la política desde el partidismo tradicional, que ya no existe porque fue reemplazado, para peor, por haraganes varios que saben manejarse en la dictadura televisiva de la producción de sentidos y a partir de ahí hallar la cuadratura del círculo para resolver la inseguridad, bien que no ni la pobreza ni el hambre.
Con Alfonsín se fue alguien que encarnaba al rosquero; a la decencia individual; a la creencia de que por fuera de peronistas y radicales no sirve nada; a la cobardía de dejar pasar la historia por al lado cuando claudicó ante los milicos; al coraje de un costado relativamente épico que le permitió juzgarlos; a la enorme capacidad de diagnosticar y tejer poder para después no saber cómo usarlo; a la pasión militante, que tanto se extraña; al católico que se salteaba algún mandamiento; al que para (intentar) salvar a su fuerza partidaria entregó la/su República en manos del más canalla de los conmilitones; al enorme orador de carisma invicto, con artilugios retóricos que ya están en la historia y con otros que la historia no le perdonará, o no debería perdonarle; al gorila; al desgorilizado; al de los sueños truncos por sus contradicciones ideológicas. Con Alfonsín se fue un tipo que escenificaba algo de lo mejor y de lo peor de nosotros, en los graderíos que cada uno quiera darle a una cosa y a la otra. Por eso, su muerte provocó tristeza o melancolía, más allá de que se las vio concentradas sólo en los sectores medios; y de que el impresionante despliegue comunicacional que las reflejó tuvo un indisimulable tufillo a aprovechamiento político, en el sentido de oponer una imagen de hombre ilustre y dialoguista contra la irritación que despierta el Gobierno actual por su pugna con algunas facciones del establishment. Vaya casualidad, porque resulta que hasta su deceso no se le ocurrió a nadie que él era el hombre que la Argentina necesitaría en este momento. Sin embargo, eso no quita que la congoja fue auténtica. Lo cual es un mérito, más vale. En este país hubo y hay demasiada gente pública que adentro de un cajón despierta clima festivo o indiferencia. Y cabe dudar de que alguien se haya alegrado por la muerte de Alfonsín.
Posdata: firmando solicitadas, robando cámara y micrófonos gracias a la pasividad de comunicadores que les sacaban frases como si fueran monjas de clausura, entrando al Congreso y/o al pie del féretro, se vieron algunas criaturas mediáticas devenidas en profesionales de la política, por cierto que engendradas en el vientre social, que debieron ausentarse si es que se trataba, como dicen, de llorar a un demócrata. Se vio a la dirigencia gauchócrata que se cansó de putearlo en la Rural, se vio a los que lo acostaron en el ’89, se vio a egregios socios comerciales de la dictadura, se vio a unos cuantos de los que supieron caracterizar al alfonsinismo como una patota judeo-comunista, se vio, en síntesis, a muchos de los que militan por instaurar una democracia de sus intereses de clase. Que los correligionarios del muerto los hubiesen echado de ahí habría sido mucho pedir: de hecho, buena parte o una mayoría de ellos participan de coaliciones políticas y sociales que reclaman acabar como sea con un gobierno al que denominan “el régimen”. Pero no es desmedido, en cambio, recriminarles a esos filibusteros que hayan puesto el cuerpo, en lugar de haberse guardado sus lágrimas de caimán. No tenían nada que hacer en ese acompañamiento post mortem, en el que se honraba a un hombre de la democracia. Algunas horas a destiempo: tómenselas de ese velorio. Si acaso era cuestión de proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar la libertad siquiera para el bla bla del Preámbulo, ustedes no tenían nada que hacer ahí, manga de fachos.
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