Todos sabemos que la oposición, si es que tal cosa existe realmente, se agarra de cualquier lado para inflingirle aunque más no sea un razguño al Poder Politico dominante desde hace 8 años (y por 4 más), en función de sus propias debilidades y falencias.
Incapacidad, es el atributo más calificado para estos personajes, que salvo contadas y raras excepciones conforman un conglomerado de zátrapas en busca del poder a como de lugar y una jauria de impúdicos menesterosos que, sin razones apremiantes, no dudan en apuntar con su sucio dedo, decisiones que jamás osarían tomar ellos no por impericia o falta de capacidad deductiva y menos ideológica, sinio por falta de testosterona, de convicciones y de apoyo popular.
"Llamar “Justicia” al Poder Judicial, que usualmente no la busca y casi nunca la garantiza, es un equívoco", dice en un párrafo casi final la nota y creo que en ese embrollo es donde tenemos las de perder siempre.
Ahora dicen que Menem no lo hizo
Por Mario Wainfeld
Los Tribunales en lo Penal Económico, por la naturaleza de los presuntos delitos que investigan y por la clase (de personas) que eventualmente juzgan, se caracterizan por condenar muy poquito. El Tribunal Oral en lo Penal Económico número tres (TOPE3) confirmó anteayer la regla absolviendo a todos los acusados por venta ilegal de armas a Croacia y Ecuador.
Sus Señorías (en uso extensivo de una prerrogativa procesal) no han dado a conocer los fundamentos de la sentencia, que deben esperarse para extraer conclusiones definitivas. Hasta entonces, resulta chocante que todos los supuestos responsables hayan sido exculpados.
Con enorme voluntad, podrían imaginarse sutiles razones para que zafara el más conspicuo de los procesados, el ex presidente Carlos Menem. No es simple probar la responsabilidad de un jefe de Estado en actos cometidos por sus subordinados. Una cosa es la lógica política (que no arroja dudas y deja “pegado” a Menem), otra el riguroso parámetro de la presunción de inocencia. Pero que todos y cada uno fueran eximidos es una desmesura.
Habrá que esperar el fallo, que no fue unánime. Hasta entonces, todo rezuma impunidad. Desde ya, el Poder Judicial no podrá levantar algunos cargos, entre ellos la inusitada prolongación de la (supuesta) búsqueda de justicia. Hace cosa de veinte años ocurrieron los hechos, hace dieciséis se denunciaron, hace diez Menem fue encarcelado, con prisión domiciliaria. El sistema procesal, la maquinaria, imprimen plazos vaticanos a las causas. En la eternización, todo se distorsiona y pierde credibilidad.
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Suena ridículo, después de repasar la básica cronología, pero el Código de Procedimientos impone términos “perentorios” para dictar sentencia. Para cumplirlo y no obligar a Sus Señorías a un sobreesfuerzo se los faculta a dar a conocer su decisión en ese plazo y diferir la difusión (dendeveras, la redacción) de sus fundamentos. Razonan la sentencia, la debaten y se les concede un ratito para escribirla. El ratito puede oscilar entre cinco y cuarenta días hábiles, según ciertas contingencias. El TOPE3 opta por la franquicia más larga: cuarenta días hábiles, algo más de dos meses corridos.
La demora incide en el devenir posterior del expediente, que hiberna hasta ese trance. Dos meses más de amansadora, por si hiciera falta. Recién entonces empezarán a correr los plazos para recurrir ante la Cámara de Casación, a la que requerirá la Fiscalía.
Quien pierda en Casación no debe desesperar: le queda el recurso extraordinario ante la Corte Suprema. La Corte, en su actual composición, ha restringido la admisión de ese recurso, que no es cuasi automático como una apelación. Pero la concepción kafkiana del procedimiento garantiza que quien lo interponga (aunque choque con un rechazo al final del camino) ganará tiempo. ¿Tres años entre Casación y Corte? ¿Cuatro? Nadie puede aseverarlo, pero sí que el reloj correrá lento y que será peliagudo bajar esas marcas.
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Hace más de diez años, Luis Sarlenga (ex interventor de Fabricaciones Militares) confesó la operatoria. Estaba preso, desolado. Un importante ex funcionario de Menem, en diálogo informal con este cronista, comparó el hecho con la rotura de un transbordador, que puso fin a un colosal proyecto de la NASA. “El Challenger se descompuso por una pieza de morondanga, una junta que cuesta 80 dólares.” Para el menemismo, el equivalente a la pieza de morondanga era el tal Sarlenga que se sentía desamparado en prisión sin que sus compañeros se le acercaran o le tiraran unos pesos a su esposa. Como fuera, la de Sarlenga fue la primera confesión entre varias. Otra resonante fue la del traficante de armas Diego Palleros. Se comprobaron sobornos, hasta apareció dinero.
Acontecieron cosas peores. Dos suicidios inverosímiles, el del capitán Horacio Estrada y el de Lourdes Di Natale, ex secretaria de Emir Yoma. La dolosa explosión de Río Tercero, cuya investigación naufraga entre toneladas de papel y está a tiro de prescripción.
Ninguno de estos hechos prueba lo que investigaba el TOPE3 pero todos confluyen para redondear una certeza, que su sentencia no erosiona en lo más mínimo. Es que hubo un acuerdo delictivo en la venta de armas (truchas por añadidura). Para colmo, fue un vergonzoso retroceso en la política internacional argentina, una afrenta para el Perú, un aliado histórico durante centurias y en especial durante la guerra de Malvinas.
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La trayectoria de las pesquisas distó de ser lineal, hay hitos ineludibles. Tal vez el central fuera la sentencia de la Corte Suprema que desestimó la acusación por asociación ilícita y dispuso la liberación de Menem. Era la llamada “Corte menemista”, que se expidió durante el mandato del presidente Fernando de la Rúa. La Alianza, que había llegado al poder con una aprobación popular envidiable, ni imaginó usar su legitimidad para hacer juicio político a la deplorable “mayoría automática” de ese cuerpo. Eduardo Duhalde, cuando fue presidente interino, amagó, pero no tuvo el poder suficiente. La higiene institucional recién llegó cuando Néstor Kirchner se aposentó en la Casa Rosada.
La historia ama las complejidades. No sólo la mayoría automática absolvió a Menem, lo hizo adhiriendo a un voto de Augusto Belluscio, quien usualmente revistaba en la minoría pero esa vez se cruzó de vereda.
Se abrió, tiempo después, otra causa por el delito de “contrabando”. Seguramente, no es el mejor cargo para imputar a un grupo de personas cuya mayoría (y núcleo) más relevante eran funcionarios al momento de los hechos. Cierto es que quien condena puede hacerlo por otro tipo legal que el elegido por los fiscales (en esa época, Carlos Stornelli), pero el encuadre seguramente condiciona el devenir del expediente.
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Con velocidad y salteando etapas, las primeras repercusiones de la sentencia recaen sobre “la política”, esto es sobre quienes ocupan cargos ejecutivos (muy especialmente) o legislativos, merced al voto popular. Es sugestivo, ciertamente, que el TOPE3 difiera la divulgación de sus “considerandos” hasta después de las elecciones presidenciales.
Pero es, opina este cronista, por lo menos prematuro e infundado acusar a los camaristas de colusión con el actual Ejecutivo. Hay sí fallas sistémicas, de las cuales el Ejecutivo es corresponsable, por ejemplo que sean jueces subrogantes quienes entiendan en este tipo de expedientes, los integrantes del TOPE3 lo fueron.
Lo cierto es que la demora de los trámites, la arcaica estructura de procedimientos, la configuración de Fueros enteros para poderosos (el Penal Económico, el Contencioso Administrativo) son males añejos y anteceden en el tiempo al kirchnerismo.
Llamar “Justicia” al Poder Judicial, que usualmente no la busca y casi nunca la garantiza, es un equívoco. Restarle responsabilidad en asuntos de su competencia, otra tendencia antipolítica. Los fracasos o defecciones escalonados moran en los Tribunales. La Corte, en su momento. Los fiscales y jueces marcadamente ineficientes y dedicados al despliegue mediático. La cadencia cansina de los expedientes, que duran siglos.
El Poder Judicial es el único cuyos integrantes son vitalicios. El único en el que no hay ninguna participación popular: ni en la elección de sus integrantes ni en su remoción. Tampoco, pese a lo estipulado por la Constitución desde 1853, en la composición de jurados.
Elitista, endógamo y aristocrático hasta en su jerga (apodar “Su Señoría” a cada playo juez, es una rémora nobiliaria), el Poder Judicial clama por renovación. En los años recientes se adecentó y mejoró su cabeza, la Corte. Cuadros jóvenes se han ido sumando. Son minoría en un poder cuya potencial regeneración es muy parsimoniosa y en el que la eficacia brilla por su ausencia.
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Menem fue un presidente determinante, con varios records en su haber. El primero en haber sido reelecto en la etapa iniciada en 1983. El único que gobernó diez años. Ambas marcas pueden ser superadas por el kirchnerismo y por la presidenta Cristina Fernández si triunfa en octubre.
Al riojano le queda otra exclusividad: haber sido el único mandatario democrático que le entregó la banda presidencial a un adversario político.
Otros desempeños son menos estimulantes. El peronismo, en su etapa menemista, destruyó el patrimonio nacional, lo malvendió, hizo trizas las conquistas laborales acumuladas (en buena medida por el justicialismo) en décadas previas. Pese a todo, cuando ya había traicionado confesamente su contrato electoral, fue revalidado en las urnas en 1995. Hace tiempo que es una sombra. El voto popular lo abandonó. La mayoría de los argentinos rechaza los paradigmas de su etapa: el neoconservadurismo, las relaciones carnales, la destrucción del Estado.
Como senador, representando a la minoría en La Rioja donde arrasaba, fue crucial en la votación sobre la Resolución 125. Sin su voto negativo, jamás hubiera existido el “no positivo” del vicepresidente Julio Cobos. Después se alineó con el oficialismo, cuyas listas no integra, contra lo que denuncia la cadena privada de medios.
La política, el veredicto de las urnas, han redefinido su lugar. De un líder avasallante que cambió el país para mal a uno más en el pelotón de segundones. Guste o no, fue removido y descendido a la “B” o a la Promoción.
La apodada “Justicia” es más morosa y menos drástica que los mecanismos democráticos con intervención popular, aunque las leyendas dominantes inviertan la proporción de responsabilidades.
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